En el contexto de la guerra de Sucesión al trono hispánico al principio del siglo XVIII (una verdadera conflagración internacional entre potencias europeas de la época), tropas inglesas ocuparon en nombre de Carlos de Austria el peñón de Gibraltar (1704) y la isla de Menorca (1708). Mediante el tratado de Utrecht (1713), que sobre el papel ponía fin al conflicto, Inglaterra consiguió retener bajo su soberanía las dos plazas mediterráneas, que se convirtieron en dos puertos y fortalezas de primera magnitud.
Esta estrecha vinculación entre la isla y la roca a lo largo de un siglo (con algunas interrupciones en el caso de Menorca) fue mucho más allá de la obvia relación militar y mercantil, y se dio también en el terreno demográfico, dado que cientos y cientos de menorquines optaron por ir hasta Gibraltar por motivos laborales, familiares e incluso afectivos, desde mediados siglo XVIII hasta el primer tercio del XIX. Desde la década del 1730, el goteo de menestrales, curas, marineros y coreanos del arrabal del Castillo de San Felipe y de Maó fue constante, con picos según las vicisitudes de la isla (cambios de dominio y ocupaciones), las penurias económicas, los intermitentes booms de población, las destrucciones periódicas de s’Arraval…